30 años del mejor Heavy Metal de la historia. Episodio III: Entrada en el siglo XXI.
Por José Ramón González.
Todos los cambios de siglo son traumáticos, algo que no sólo se aprecia en las huellas de la historia sino, y especialmente, en el arte. El paso del XX al XXI no iba a ser menos: anuncios de peligros relacionados con el uso de la informática y las tecnologías, apocalipsis tecnológico, guerras por medio mundo a pesar de que algunos ensayistas aseguren que vivimos en el mundo más pacífico de los últimos siglos, o transiciones traumáticas hacia un futuro/presente que nos obliga a mirar el pasado con nostalgia a los que lo vivimos y a observar con suspicacia todas las ventajas, facilidades y maravillas increíbles que nos proporcionan los cacharritos tecnológicos pese a que, a causa del uso que les damos los listos de los humanos, en lugar de ampliar nuestra realidad la reducen a una pantallita muy pequeña, y ahí andamos todos absolutamente zombificados por la luz que sale de esas ventanitas.
Anthem se habían bajado del siglo XX en la estación 1992 dejando en su recorrido un puñado de obras cuya vigencia iban a reivindicar en su regreso en el año 2000. Durante ese tiempo Naoto Shibata se unió a sus colegas Loudness con los que grabó tres álbumes: Ghetto machine (1997), Dragon (1998) y Engine (1999) en una nueva encarnación en la que cantaba Masaki Yamada, cantante de EZO. Allí estaba el batería Hirotsugu Homma quien ya había grabado con ellos Heavy Metal Hippies en 1994. Homma y Shibata participaron en el disco Project one de Saber Tiger en 1997, la banda del guitarrista Akihito Kinoshita, que iba a ser en principio su disco en solitario y en el que canta también Ron Keel. Shibata se acordará de Homma en 2001 para formar parte de su banda y sustituir a Takamasa Ouchi.
La gran banda japonesa entra en el nuevo siglo arrastrando en sus canciones lo mejor del anterior, utilizándolo como soporte y lanzadera de sus composiciones que alcanzarán el máximo de expresión, talento y excelencia con cada álbum. Lo que parecía insuperable deja de serlo; para el trauma del siglo XXI hay un ungüento musical que calma los escozores que nos produce todo lo que vemos y cuyas materias primas se recolectan en el mejor terreno del siglo anterior.
Para su regreso, Anthem deciden hacer un “En el episodio anterior…”, y para ello regraban algunas de sus canciones junto a un cantante de talento y reconocido internacionalmente, ni más ni menos que Graham Bonnet, cuya voz se adapta muy bien al estilo de los clásicos de la banda pero que aporta un toque más melódico en su estilo. Esto que puede parecer una ventaja se queda más en una curiosidad, pues las canciones no ganan nada, sus diferencias son pocas y, en cambio, les resta personalidad: la del cantante es tanta que a veces domina el conjunto en exceso y lo priva de ese toque exótico que supone cantar en japonés además de que la fuerza y contundencia de las composiciones se ve ciertamente afectada. El disco se publicó en el año 2000 bajo el título Heavy Metal Anthem y, aunque hay grabaciones en directo con Bonnet, resulta llamativo que en el libreto del disco no haya ninguna fotografía de los cuatro juntos y que la que aparece de Bonnet sea cedida por la compañía. A la guitarra está Akio Shimizu, quien cambia ligeramente algunos solos, y a la batería Takamasa Ouchi. También se hacen algunos arreglos diferentes. Más que un intento de alcanzar repercusión internacional con el disco, que quizás también estuviera en sus planes, veo en este álbum tanto una reivindicación de su obra como una llamada de atención para lo que iban a hacer después.
Su verdadero disco de regreso del año siguiente, Seven Hills, es un imprescindible en su carrera. Producido y compuesto por Naoto Shibata, el fichaje de Hirotsugu Homma para la batería y, sobre todo, la vuelta del cantante Eizo Sakamoto devuelven la auténtica identidad a la banda y establecen la base sobre la que se va construir la arquitectura musical de Anthem en el siglo XXI: más agresivos, con una base rítmica inquebrantable, una técnica instrumental de altura…, equilibrado todo muy inteligentemente con unas melodías que no los han abandonado nunca pero que aquí recuperan la tensión, intensidad y el gusto que los hará reconocibles hasta la actualidad. Si en el siglo XX Anthem fueron una de las bandas más relevantes del heavy metal, en el siglo XXI son imprescindibles, la primera línea del metal internacional, y esto no es una hipérbole, son hechos reales. Si la excelencia se mide en calidad de publicaciones, Anthem son, sin duda, la excelencia.
Seven hills es un disco muy apreciado por los aficionados y comparado habitualmente con el sonido Dokken, y es cierto. Es muy difícil eludir Back for the attack en canciones como la inicial e imprescindible “Grieve of heart”. Pero es que “The man with no name” es muy parecida en su inicio a “Mr. Scary”, especialmente la guitarra de Shimizu; aunque luego la canción se vaya por otros caminos el eco del comienzo pesa en la canción. “The man with no name”, casi toda en inglés junto a “Freedom” y “Silently & perfectly”, es un gran tema que parece querer compensar la referencia con un estribillo adornado de coros magníficos, un solo de guitarra sobresaliente y, ciertamente, tras varias escuchas la canción funciona por sí sola, a pesar de que del arranque no hay quien se escape aunque quede únicamente como un motivo musical sobre el que construyen su canción.
Sigue sonando la guitarra en la misma línea en “March to the madness” ―aquí lo que resuena más es Dysfunctional― hasta que llegamos a la instrumental “D.I.M. 422”, una soberbia composición de Akio Shimizu ―la única del álbum que no es creación de Shibata― que abrirá una vía de expresión habitual en la banda. Podríamos hacer un buen álbum instrumental con las canciones publicadas en todos estos años. Son piezas complejas técnicamente que no existen para ostentación de sus intérpretes, por lo que permiten el disfrute de cualquier aficionado en diferentes niveles; son creaciones llenas de melodías y emoción, progresiones vertiginosas y sabio virtuosismo.
Junto a “Grieve of heart”, muestra de la sublimidad compositiva de Shibata y la exigencia con los detalles que hacen grandes las obras artísticas, está “Running blood”. Esta canción es de esas que se apropia de los recuerdos. No es la más compleja, no es la más trabajada técnicamente, no es la más impactante, sin embargo tiene la magia de esas canciones que parecen funcionar de manera indómita, igual que su recuerdo en nuestra cabeza una vez escuchada.
Seven hills es un álbum muy apropiado para introducirse en la discografía de la banda si no se la controlaba desde antes. Puede ser un magnífico punto de partida para llegar hasta la actualidad y poder recuperar sus discos de la década de los ochenta.
Si bien el auténtico álbum de regreso de la banda fue bien recibido, el siguiente, Overload, de 2002 es menos conocido. Decidieron alejarse del sonido más indiscutiblemente clásico y tomar una dirección más contundentemente agresiva, lo que no fue tan bien recibido. Paradójicamente, en la actualidad prefiero este álbum a Seven hills, me resulta más robusto, más atrevido y redondo, más consistente, permitiendo que el sonido de la batería asuma cierto protagonismo. Aunque el disco lo produce de nuevo Shibata, la mezcla vuelve a ser responsabilidad de su amigo Chris Tsangarides, como había ocurrido una década atrás.
Overload lo considero un paso imprescindible para la definitiva subida a la cumbre musical que han alcanzado posteriormente: la asunción de la condición de banda de metal contemporánea en su sonido que guarda en su interior los genes de su formación en el siglo anterior y que se revelan en la composición. No renuncian a nada, sino que acumulan, aprenden, exprimen y elaboran su carácter con toda la experiencia. Sabiduría. La cuidadísima y altísima técnica de la banda sirve de cimiento a composiciones que se benefician de lo que significa avanzar sin olvidar el camino por el que se ha avanzado.
En su álbum de 2002 las letras en inglés ocupan un lugar más visible y Akio Shimizu aporta dos composiciones: además de la pieza instrumental deja su talento impreso en la composición que cierra el álbum “Eternal mind”. Lo demás es, como habitualmente, obra de Naoto Shibata en un momento, como también habitualmente, inspiradísimo. Como curiosidad Overload comienza con una canción que suena a final. El tono crepuscular, las melodías de “Revenge” son las que identificamos, al menos así lo percibo, como las características de los cierres de los discos. Posteriormente “The voices”, single del álbum, ya introduce los ritmos rápidos y las melodías agresivas y poderosas. Poco queda aquí del sonido Dokken de su anterior obra, salvo las guitarras al estilo Dysfunctional que introducen “Desert of the sea”. A excepción de la algo complaciente “Rough & wild” que trata de emular la sencilla comercialidad de las bandas americanas de hard rock festivo, todo en este álbum es de mucha categoría: la potencia melódica de “Demon’s ride” con unas guitarras de las que empujan al fanatismo y un Eizo Sakamoto que permite que cada nota le rasgue la garganta sin inmutarse, la cabalgante “Rescue you” con un prestribillo cosa fina, o la más comercial “Gotta go” ya casi cerrando el álbum que es una perla de melodía y buen gusto más cercana a Loudness que demuestra que pueden hacer lo que quieran, solo que no quieren. La instrumental “Ground zero” alcanza la altura de la exosfera, aunque en particular el trabajo de Shimizu en este disco, tanto en las magníficas rítmicas como en los solos, es soberbio.
Al año siguiente publican el directo Live’ Melt down junto con el vídeo The show still carries on ―haciendo referencia al anterior directo clásico de la banda― en el que se puede observar a un público totalmente entregado que disfruta de un gran espectáculo.
Ese periodo es en el que ya estaban gestando una de sus obras magnas, si es que las anteriores no lo son lo suficiente. El caso es que cuando hablamos de Anthem el techo no está nunca donde estaba poco tiempo antes. Siempre están en el mejor momento, siempre hacen lo mejor, pero eso lo que han hecho deja de ser lo mejor posible cuando están creando su siguiente obra. Pocos ejemplos más ilustrativos que el que se nos ofrece cuando publican esa barbaridad titulada Eternal warrior. Producido por Shibata de nuevo y de nuevo mezclado por Tsangarides fue publicado en 2004. No voy a asegurar que sea una obra maestra, aunque sin duda es una obra magistral del género, tan necesitado de creaciones que le proporcionen prestigio. Diez canciones, cincuenta y un minutos de puro deleite metálico durante los que no hay lugar para la duda, la sospecha o la debilidad. Se trata de una obra a la que se llega tras años de trabajo y exigencia, fruto de una honradez sin grietas, a través de la cual se honran a sí mismos, a sus seguidores y dignifican el género. Podrá no gustar, pero no se puede dudar de su calidad ni su valor artístico, aspecto este último admirable.
El arranque del álbum nos lleva inevitablemente a Painkiller ―de cuyo sonido es responsable el mismo Tsangarides― y al que puede mirar cara a cara sin complejo. Este comentario no supone subestimar la incontestable grandeza de la obra de Judas Priest, al contrario, pretende manifestar la calidad y la altura de un álbum que, como pocos, merecen recibir un elogio tan osado. Anthem, como ha podido apreciarse a lo largo de estas y anteriores páginas, tienen la virtud de apropiarse de motivos reconocibles de otras bandas como chispazo de salida para inmediatamente hilvanarlo a sus propias maneras y hacer lo inesperado, del mismo modo que con las estructuras más clásicas del género construyen algo que parece tan nuevo como inventado por ellos, lo llevan a otra dimensión y desarrollan una creación artística. Eternal warrior consigue quintaesenciar las virtudes de Anthem.
El comienzo con “Onslaught” presenta esa estructura tan suya de prestribillo-estribillo-coda concatenados que mantienen una creciente excitación. La habitual excelente producción del álbum permite disfrutar de todos los matices de las canciones. Nada más placentero que disfrutar de cómo suena todo en “Eternal warrior”: los innumerables platos de la batería, las varias guitarras sin que se pierda nada de ninguna, las líneas ―y curvas― del bajo y la inagotable potencia de la voz y la elegancia de los coros. Momentos de mágica melancolía metálica japonesa pueblan cada segundo de “Life goes on” con tanta tristeza como épica, lo que la convierten en una de las más intensas composiciones de la banda. “Omega man” viene a sumar una pieza más a esa excelente colección de instrumentales imprescindibles de Shimizu, quien también es autor de “Distress”, un canción clásica y densa, muy bonita en sus oleadas de melodías delicadas sobre guitarras potentes y adornada con unos ligerísimos teclados que se vislumbran al fondo. “Bleeding” es de esas canciones sencillas y eficaces que tan bien maneja el grupo, cuyo estribillo hace revivir lo tópico con frescura y vitalidad. Sucede algo parecido en “Soul cry”, la más hardrockera de la colección cuyo prestribillo deja sin sentido al propio sin pre.
Dejan para el final una magnífica y original composición de Shibata, “Mind slide”, llena de recovecos y cambios de ambiente tras la cual es recomendable tomarse unos segundos de silencio para reposar la escucha y tomar conciencia de la plétora musical que contiene esta obra. La satisfacción y bienestar que produce en el espíritu Eternal warrior es inestimable.
Así pues, estaban en el momento, creativa y cronológicamente, de celebrar su vigésimo aniversario con el 20th Anniversary tour de 2005 en el que participaron los músicos que han pasado por la banda para interpretar canciones en las que intervinieron y del que dejarían constancia en una grabación en vivo en un nuevamente repleto Club Citta.
Por fin habían alcanzado ese estado de plenitud que conllevaba un reconocimiento merecido por parte de aficionados y especialistas. Todos estaban preparados para el siguiente paso de la banda. Ellos también.