Nadie la conocía.
Por Lilia.
Antes de navidad descubrí – y con descubrí me refiero a descubrir de verdad, a cuando algo entra en uno arrasando con todo – a Amy Winehouse. Todo el mundo la conocía, yo la conocía, decía “Amy Winehouse, la del tupé” “la de Rehab”, o incluso – pobre de mí – “la borracha, la yonki”, pero nadie la conocía, yo no la conocía, ni la conozco. Yo disfruto de su voz, de sus canciones, de su estilo tan desconcertante, de sus movimientos un poco robóticos cuando bailaba. Yo conozco a y disfruto de la persona que canta en sus álbumes, la que sale en los vídeos, y de la que hablan en “Amy”, el único documental que me he comprado hasta ahora y que ha agravado este extraño, maravilloso y profundo fetiche-enamoramiento que tengo por ella.
“Amy”, de Asif Kapadia, es un escalofriante y nauseabundo retrato de una gran parte de la realidad del siglo XXI. No se queda en el plano musical, en lo evidente de asqueroso que tiene esa industria (con su laissez-faire-cueste-lo-que-cueste, sus managers deshumanizados, con la esclavitud de las ventas o su complejo de exprimidor de talentos hasta dejar sólo la pulpa y una cáscara destruida, el pobre cuerpo arañado y raquítico de Amy); sino que se adentra y se enfanga en lo más hondo de las relaciones humanas, el amor destructor, la desesperación, el aburrimiento juvenil, la ansiedad por la falta de soledad. “Amy” te relata una vida – muy específica y muy única – pero te relata también el mundo – tan difuso y también, pero de manera muy diferente, muy único –.
No he visto muchos documentales autobiográficos, y si lo hago suelen pasar desapercibidos (desgraciadamente); así que no sé cómo ofrecer éste, si como uno bueno, o malo, o distinto por cierto motivo, o único, o exactamente igual pero sólo conmovedor. Es un documental largo, intenso, abrumador, que te da ganas de pararlo para golpear la pantalla, por haber visto sólo a Amy cantante ahí hacía seis o siete años, como una más, como se te presentaba, y haber seguido así, como estuvieras (y piensas, “¿y a todos los de ahora? ¿Cómo les tengo que ver?”).
Es un documental crítico, directo, sin pretenciosidades, un documental de una vida más, a la que creo que hay que enfrentarse en imágenes, que reivindican su exclusividad frente a las palabras retratando con tanta claridad el daño físico de las drogas, el aburrimiento después de que te den un Grammy por no poder consumirlas, la pasión que puede sentirse por alguien, en forma de miradas de devoción durante una rueda de prensa o un concierto; la aparente indiferencia que este mismo siente por la otra persona, a quien succiona y arrastra adonde vaya (no soy partidaria de juzgar a personajes famosos, pero juro que resulta casi imposible no despreciar profundamente a algunos de los protagonistas de este documental). Es un documental que trabaja con testimonios de personas normales, con dolor, con rabia, con errores y fallos y que podrían haberlo hecho mejor, o que tuvieron que pagar por los errores de otros. Trabaja con las propias canciones de Amy, llenas de su vida (pocas letristas tan sinceras en la música), de ritmos sutiles – y perfectos –, con las fotos de paparazzi que critica (incomprensible y tan problemático trabajo) y trabaja con una cara y una voz, de joven inglesa que temía a la fama y de diva del jazz que al menos sí pudo ser feliz en algunos momentos.
Un muy amigo mío utiliza una expresión para situaciones emocionalmente destructoras que resulta absolutamente pertinente y exacta para describir este documental: es “una bola de demolición”. Ves “Amy” y te cuestionas que querer cumplir tu sueño valga la pena; ves “Amy” y te planteas quién va a quererte lo suficiente como para no exprimirte cuando lo pueda hacer; ves “Amy” y te preguntas por qué parece que todos los que trajeron tanto talento y maravillas al mundo (y todos los que estaban a su alrededor, y los que no, y todas las personas, al final) pasaron por cosas tan duras. Pero también es una bola de demolición porque te abruma por acercarte tanto a una persona que está en la pantalla, por hacer de una vida tan ajena una vida real (y eso cuesta mucho), por embelesarte en la belleza de lo que Amy era y hacía durante dos horas, por provocar una empatía brutal y, sí, exactamente demoledora; por enamorarte de Amy y cuestionarte todo el mundo que la rodeó y te rodea y nos rodea.
Conocer a Amy Winehouse es otra cuestión, quién sabe quién o hizo, o lo hace. Este documental lo recomiendo no para conocer a la persona que ella fuera – ¿sería eso posible desde tan lejos, con lo difícil que es ya conocerse tan siquiera a uno mismo? – sino para conocer a una persona, cualquiera, que se llamaba “Amy”, llevaba tupés raros, disfrutaba del hip-hop y el jazz y era una verdadera pieza de arte viviente. Para conocer a esa Amy de la que tan enamorada estoy y de la que tan enamorados estaremos todos siempre.